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Llanto por Ignacio Sánchez Mejías - Federico Garcia Lorca (1898-1936)

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Llanto por Ignacio Sánchez Mejías - Federico Garcia Lorca (1898-1936) Empty Llanto por Ignacio Sánchez Mejías - Federico Garcia Lorca (1898-1936)

Message  Gil Def Sam 20 Juil 2024 - 13:49

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Llanto por Ignacio Sánchez Mejías - Federico Garcia Lorca (1898-1936) Espagn16

Federico GARCIA LORCA
1898-1936

Llanto por Ignacio Sánchez Mejías - Federico Garcia Lorca (1898-1936) Garcia13




Llanto por Ignacio Sánchez Mejías - Chant funèbre pour Ignacio Sánchez Mejías 


Voz : Alfredo Alcón




I. La cogita et la mùerte

A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.

El viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.
Y el óxido sembró cristal y níquel
a las cinco de la tarde.
Ya luchan la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.
Y un muslo con un asta desolada
a las cinco de la tarde.
Comenzaron los sones del bordón
a las cinco de la tarde.
Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.

En las esquinas grupos de silencio
a las cinco de la tarde.
¡Y el toro, solo corazón arriba!
a las cinco de la tarde.
Cuando el sudor de nieve fue llegando
a las cinco de la tarde,
Cuando la plaza se cubrió de yodo
a las cinco de la tarde,
la muerte puso huevos en la herida
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.
A las cinco en punto de la tarde.

Un ataúd con ruedas es la cama
a las cinco de la tarde.
Huesos y flautas suenan en su oído
a las cinco de la tarde.
El toro ya mugía por su frente
a las cinco de la tarde.
El cuarto se irisaba de agonía
a las cinco de la tarde.
A lo lejos ya viene la gangrena
a las cinco de la tarde.
Trompa de lirio por las verdes ingles
a las cinco de la tarde.
Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde,
y el gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.

¡Ay qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!

II. La sangre derramada

¡Que no quiero verla!  

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!

La luna de par en par,
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras

¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.

No.
¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!

No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.

Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!

Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!

No.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.

No.
¡Yo no quiero verla!

III. Cuerpo presente

La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre.

Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.

Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.

Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve
se calienta en la cumbre de las ganaderías.

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.

¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos;
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.

Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.

Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.

No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa ¡También se muere el mar!

IV. Alma Ausente

No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.

No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y monjes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.

Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.


"Llanto por Ignacio Sánchez Mejías", 1935




I. La blessure et la mort

A cinq heures de l’après-midi.
Il était juste cinq heures de l’après-midi.
Un enfant apporta le drap blanc
A cinq heures de l’après-midi.
Une couffe de chaux toute prête
A cinq heures de l’après-midi.
Le reste était mort et rien que mort
A cinq heures de l’après-midi.

Le vent emporta les cotons
A cinq heures de l’après-midi.
Et l’oxyde sema cristal et nickel
A cinq heures de l’après-midi.
Luttent la colombe et le léopard
A cinq heures de l’après-midi.
Une cuisse avec une corne désolée
A cinq heures de l’après-midi.
Le bourdon se mit à sonner
A cinq heures de l’après-midi.
Cloches d’arsenic et fumée
A cinq heures de l’après-midi.

Au coin des rues, groupes de silence
A cinq heures de l’après-midi.
Et le taureau avec son cœur debout !
A cinq heures de l’après-midi
Quand vint la sueur de neige
A cinq heures de l’après-midi.
Quand la place se couvrit d’iode
A cinq heures de l’après-midi.
La mort mit des oeufs dans la blessure
A cinq heures de l’après-midi.
A cinq heures de l’après-midi.
A cinq heures de l’après-midi.

Un cercueil sur roues sert de lit
A cinq heures de l’après-midi.
Ossements et flûtes sonnent à son oreille
A cinq heures de l’après-midi.
Déjà dans son front mugissait le taureau
A cinq heures de l’après-midi.
La chambre s’irisait d’agonie
A cinq heures de l’après-midi.
Au loin vient la gangrène
A cinq heures de l’après-midi.
Trompe d’iris dans l’aine verte
A cinq heures de l’après-midi
Les plaies brûlaient comme des soleils
A cinq heures de l’après-midi
Et la foule brisait les fenêtres
A cinq heures de l’après-midi
A cinq heures de l’après-midi.

Ah ! terribles cinq heures de l’après-midi !
Il était cinq heures à toutes les horloges !
Il était cinq heures d’ombre de l’après-midi !

II. Le sang répandu

Je ne veux pas le voir !

Dis à la lune de venir.
Je ne veux pas voir le sang
D’Ignacio sur le sable.
Je ne veux pas le voir !

La lune grande ouverte.
Cheval de nuages calmes,
Et grise plazza du songe
Avec des saules aux barrières.

Je ne veux pas le voir !
Mon souvenir se brûle.
Prévenez les jasmins
A la blancheur petite !

Je ne veux pas le voir !

La vache du vieux monde
Passait sa triste langue
Sur un mufle de sang
Répandu sur le sable
Et les taureaux de Guisando
Quasi mort et quasi pierre,
Mugirent comme deux siècles
Las de fouler la terre.

Non.
Je ne veux pas le voir !

Par les degrés monte Ignacio
Portant sa mort dessus don dos.
Cherchait le lever du jour
Et le lever du jour n’était pas.
Cherche sa vraie silhouette,
Et le songe l’égare.
Cherchait son corps de beauté
Et trouva son sang ouvert.
Ne me dites pas de le voir !
Je ne veux pas sentir le jet
Qui perd peu à peu sa force ;
Ce jet qui vient illuminer
Les bas gradins et puis retombe
Sur le velours et sur le cuir
D’une foule altérée.
Qui donc me crie de me pencher !
Ne me dites pas de le voir !

Il ne ferma point les yeux
Quand il vit tout près les cornes,
Mais les mères terribles
Relevèrent la tête.
Et à travers les élevages
Monta un air de voix secrètes
Criant vers des taureaux célestes,
Gardiens d’une brume pâle.
Il n’y eut prince dans Séville
Que l’on puisse lui comparer,
Ni épée comme son épée,
Ni coeur si véritable.

Comme un fleuve de lions
Sa merveilleuse force,
Et comme un torse de marbre
Sa prudence dessinée.
Un air de Rome andalouse
Lui nimbait d’or la tête,
Et son rire était nard
De sel et d’intelligence.
Grand torero dans la plaza !
Bon montagnard à la montagne !
Si doux avec les épis !
Si dur avec les éperons !
Si tendre avec la rosée !
Eblouissant à la feria !
Si terrible avec les dernières
Banderilles de ténèbres !

Mais voici qu’il dort sans fin.
Voici que les mousses et l’herbe
Ouvrent de leurs doigts sûrs
La fleur de son crâne.
Et son sang vient en chantant :
Chante par les maremmes et les prairies,
Glisse le long des cornes transies,
Vacille sans âme dans le brouillard,
Se heurte à mille pieds de taureaux
Comme une longue, sombre, triste langue,
Pour former une plaque d’agonie
Près du Guadalquivir aux étoiles.
Oh, mur blanc de l’Espagne !
Oh, noir taureau de douleur !
Oh, sang pur d’Ignacio !
Oh, rossignol de ses veines !

Non.
Je ne veux pas le voir !
Il n’est pas de calice qui le contienne,
Pas d’hirondelles qui le boivent,
Ni givre de lumière qui le refroidisse,
Ni chant ni déluge de lis,
Ni cristal qui le couvre d’argent.

Non.
Je ne veux pas le voir !

III. Présence du corps

La pierre est un front où gémissent les songes
Sans qu’ils aient une eau courbe ou des cyprès glacés.
La pierre est un dos fait pour porter le temps
Avec arbres de larmes et rubans et planètes.

J’ai vu de grises pluies courir devers les vagues,
En levant leurs tendres bras criblés,
Pour n’être prises en chasse par la pierre tendue
Qui dénoues ses membres sans imprégner le sang.

Parce que la pierre prend semences et nuages,
Squelettes d’alouettes avec loupes de pénombre ;
Mais ne donne ni son, ni cristal, ni feu :
Rien que plazas, plazas et plazas sans murailles.

Et voici sur la pierre Ignacio le bien né.
C’est fini ; qu’y a t-il ? Considérez sa personne :
La mort qui l’a couvert de pâles fleurs de soufre
Lui a donné la tête d’un sombre minotaure.

C’est fini. La pluie pénètre dans sa bouche.
L’air comme fou quitte sa poitrine creuse
Et l’Amour, imprégné par les larmes de neige,
Se chauffe sur la cime des ganaderias.

Que dit-on ? Un silence empuanti repose.
Nous sommes devant un corps gisant qui s’estompe,
Devant une forme claire qui eut ses rossignols
Et nous la voyons se cribler de trous sans fond.

Qui fait des rides au suaire ? Ce qu’il dit n’est pas vrai !
Personne ici ne chante, ou ne pleure dans le coin,
Ne pique des éperons, n’épouvante le serpent :
Ici je ne veux rien que la rondeur des yeux
Pour voir ce corps sans possible repos.

Je veux voir ici les hommes à la voix dure.
Les dompteurs de chevaux, qui maîtrisent les fleuves :
Les hommes dont les os craquent et qui chantent,
La bouche plaine de soleil et de silex.

Je veux les voir ici. Devant la pierre.
Devant ce corps aux rênes brisées.
Je veux qu’ils montrent où est l’issue
Pour ce capitaine attaché par la mort.

Je veux qu’ils me montrent un pleur pareil à un fleuve
Avec de douces brumes et des rives profondes,
Pour emporter le corps d’Ignacio, et qu’il se perde
Sans écouter le double souffle des taureaux.

Qu’il se perde dans la ronde plaza de la lune
De qui l’enfance est comme une dolente bête immobile ;
Qu’il se perde dans la nuit privée de chants des poissons
Et dans la broussaille blanche de la fumée congelée.

Je ne veux pas qu’on lui couvre le visage de mouchoirs
Afin qu’il s’habitue à cette mort qu’il porte.
Va-t’en, Ignacio : le chaud meuglement ne te soit pas sensible
Dors, vole, repose : la mer aussi se meurt !

IV. Absence de l'âme

Ni le taureau ni le figuier ne te connaissent,
Ni les chevaux ni les fourmis de ta maison.
L’enfant ne te connaît ni la soirée
Parce que tu es mort pour toujours.

Ne te connaît le dos de la pierre,
Ni le satin noir où tu te déchires.
Plus ne te connaît ton souvenir muet
Parce que tu es mort pour toujours.

Viendra l’automne avec les coques-fleurs,
Raisins de brume et montagnes en groupe,
Mais ne voudra personne regarder tes yeux
Parce que tu es mort pour toujours.

Parce que tu es mort pour toujours,
Comme tous les morts de la Terre,
Comme tous les morts qu’on oublie
Dans un amoncellement de chiens éteints.

Nul ne te connaît plus. Non. Mais je te chante.
Je chante pour plus tard ta silhouette et ta grâce.
L’insigne maturité de ta connaissance,
Ton appétit de mort et le goût de sa bouche.
La tristesse qu’éprouvera ta vaillante allégresse.

De longtemps ne naîtra, si toutefois il naît,
Un Andalou si clair, si riche d’aventures,
Je chante son élégance en des mots qui gémissent,
Et me rappelle une brise triste dans les oliviers.


Traduction : Pierre Darmengeat, 1995




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